Aquí tenéis los enlaces a la Parte 1 y a la Parte 2, por si no las habéis leído u os apetece recordarlas. Perdonad que haya tardado tanto en continuar con esta Transformación.
El primer día en que pude empezar a notar algún síntoma de lo que me pasaba fue un día a la hora de la comida.
Había sido un día como cualquier otro. En el colegio no habíamos hecho nada especial, ningún sobreesfuerzo físico o mental debido a que no habíamos tenido exámenes ni habíamos jugado a ningún deporte. Ese día había llovido y en el recreo sólo salimos para ir a la librería del instituto a comprar el libro de lectura que nos teníamos que leer este trimestre para inglés: Drácula de Bram Stoker. Una vez lo conseguimos, volvimos a nuestra clase, mientras mis compañeros Diego y Darío emitían algunos comentarios sarcásticos sobre el alto precio de dicho libro. Ellos guardaron sus libros en las mochilas y sacaron su almuerzo. Yo simplemente lo dejé encima de la mesa, aunque también saqué el sándwich que había llevado para comerme. Darío se dio la vuelta para hablar con nosotros y, a la vez que íbamos devorando nuestros almuerzos, conversamos de varios temas que no merecen ser destacados.
Entonces, se acercó Lucía Aguilar a donde estábamos y cogió el libro diciendo “Ah, ¿ya lo habéis comprado?” a lo que Darío comentó “No, ha venido él solito volando hasta aquí”. Ella le lanzó una mirada furiosa y yo le di una patada por debajo de la mesa, mientras respondía “sí, ya lo hemos comprado”. A continuación ella preguntó cuánto costaba y yo le dije el precio. Volvió a dejar suavemente el libro tal y como estaba antes de que lo cogiese y se despidió con un “gracias”, que en mis oídos sonó como una auténtica sinfonía de la más diestra orquesta. Antes de que digáis nada: No, no me hace falta una foto o un video para saber que la cara que tenía en ese momento era la de un auténtico idiota, tonto o loco; probablemente en aquel momento hubiese merecido que me encerrasen en un centro psiquiátrico o que me hubiesen vaciado un cargador en la cabeza, no se puede ser tan empalagoso y estar bien de la azotea. Irónicamente, mirándolo con perspectiva, esa hubiera sido una gran idea que hubiera evitado todo lo que sucedió y sigue sucediendo todavía. Diego lo notó en seguida y me sacó de mi ensueño con un codazo, aunque yo seguí en mi nube durante el resto del día y el camino a casa hasta que llegó la hora de hacer la comida.
Al principio no noté nada. Era una receta sencilla: unas lentejas con chorizo de las de toda la vida. Me lavé las manos y empecé a preparar los ingredientes y sacar las lentejas del agua. Cuando empecé a pelar los dientes de ajo y la cebolla noté un ligero picor en las manos, pero no le di mayor importancia. Terminé de preparar la comida en el momento en que mi hermana llegó a casa. Pusimos la mesa y nos dispusimos a comer. Le pregunté a mi hermana qué tal le había ido en el colegio, mientras me llevaba la cuchara a la boca. Ella empezó a responder y contarme todo, como siempre, pero en el momento en el que la comida entró en mi boca noté que la comida me quemaba. No es que estuviera muy caliente, hacía rato que la había quitado del fuego. Tragué y bebí el agua de mi vaso de un trago. No mejoró. Ahora además de la boca me iban ardiendo todos los órganos de mi aparato digestivo a medida que llegaba la comida a ellos. Comencé a sentir náuseas y fui corriendo al baño para vomitar. Mi hermana llegó poco después con cara de preocupación. La hubiera tranquilizado pero otro vómito me hizo sumergir la cara de nuevo en la taza del váter. Permanecí sentado al lado del váter hasta que se me pasaron las náuseas, aunque el dolor en el estómago persistía junto con una sensación de picor en la boca y la garganta. Empecé a sentir también una sensación de ahogo. Mi hermana corrió a buscar el teléfono y pidió una ambulancia. Cada vez que lo recuerdo pienso que ojala no lo hubiese hecho.
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